Cada domingo, la Carrera Séptima se sacude el tráfico y se pone su mejor pinta de calle viva. Entre artistas, vendedores y curiosos, el centro de Bogotá se convierte en un escenario gigante donde todo pasa al mismo tiempo. Un mimo hace reír, una banda improvisa una salsa, un vendedor ofrece empanadas y un activista levanta su pancarta. A eso le llaman el Septimazo.
Esta tradición nació en los años noventa, cuando la ciudad empezó a cerrar la vía al tráfico para devolverla a los peatones. Lo que comenzó como un experimento de movilidad terminó volviéndose una costumbre. Desde 2012, buena parte de la Séptima pertenece a quienes caminan, pedalean o simplemente se dejan llevar por ella.
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El tramo más famoso, entre las calles 10 y 24, conecta dos mundos, La Candelaria, con su aire colonial y bohemio, y Santa Fe, con su energía caótica y cultural. Es el punto donde Bogotá se mezcla sin filtros: turistas con cámaras, abuelos con sombrero, jóvenes en patineta y artistas con su maleta de trucos.
El arte callejero manda la parada. Músicos, cuenteros, malabaristas y teatreros convierten la vía en su escenario. No hay taquilla, no hay telón, solo talento, espontaneidad y aplausos.
A su lado, el comercio informal le da sabor y movimiento. Hay arepas recién asadas, artesanías, camisetas con mensajes políticos, libros usados y juguetes reciclados. Cada puesto cuenta una historia y sostiene una familia.
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Y entre tanto movimiento, también hay voces que exigen. Colectivos ambientales, defensores de derechos humanos o grupos estudiantiles aprovechan el paso para hablarle de frente a la ciudad.
Claro, el Septimazo también tiene sus enredos; basura, aglomeraciones, desorden. Pero en medio de ese caos hay algo que lo mantiene vivo, la posibilidad de encontrarse. Caminar la Séptima es ver a Bogotá en su estado más puro, diverso y humano.
Porque si la ciudad tiene alma, seguro está bailando, vendiendo y soñando en medio del Septimazo.
*Contenido financiado por el Fondo Único de TIC.

